Las consecuencias de Bunbury

Las consecuencias de Enrique  Bunbury

La tarde que vi el documental de Enrique Bunbury paseándose en un descapotable por la calle Línea, en La Habana, tuve que admitir de una vez y por todas que el tipo es muy extraño, pero brillante. Luego, en los matorrales del parque Benito Juárez, sus canciones acabaron de convencerme.
 
Por fin acabo de tener en mis manos su más reciente disco en vivo, grabado a finales del año pasado en el Gran Rex de Buenos Aires. Estricto, maduro, despampanante. Ya Bunbury no es el muchacho aquel que precisaba de un pequeño cabaret ambulante para convencer a sus seguidores, tampoco necesita persuadir a nadie de que está tomando las decisiones correctas.
 
Su obra sonora (me doy el lujo aquí de prescindir de la era en que fue un héroe del silencio) es ya uno de los capítulos indispensables del rock en español, ese donde él mismo, en una de sus canciones, incluye a Andrés Calamaro, Charly García, Fito Páez, Luis Alberto Espinetta y Santiago Auserón, entre unos pocos más.
 
Le debo muchas cosas a Bunbury. En los últimos años su música me ha acompañado en los viajes más difíciles y en los más placenteros. Él, junto al Salmón, Drexler y los dioses que a su vez los han movido a ellos, van conmigo por días y noches, desidias y carreteras. Ahora mismo le oigo. Suenan las consecuencias… Las de él y las mías.
 

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